Yo, maestra de Puná

Una profesión que se proyectaba desde los juegos de infancia


A Sara Germania Reyes Torres no le toca, como a otros maestros rurales, tomar las lanchas que todos los domingos los conduce desde Guayaquil a la isla Puná, para dar clases en alguno de los 19 centros educativos del lugar.

A diferencia de los aproximadamente 20 maestros que actualmente se movilizan a través de las 36 millas náuticas (66,7 km) que separan la ciudad de la parroquia rural, Sara es nativa de Puná. No contempló la idea de irse, e hizo su vida en el pueblo que la vio nacer, crecer y educarse.

La vocación, que le nació en la niñez, cuando con sus compañeros y amigas jugaba a ser profesora, fue madurando con el tiempo, hasta llegar al magisterio en la década del 80, cuando con el título de docente se entregó a la escuela Cacique Tumbalá.

Su madre Julia Torres y comuneros de Barrio Lindo ayudaron a construir el plantel en un pequeño espacio en el que Sara y Juan Santos se iniciaron como unidocentes, y en el que cada uno daba clases a tres grados.

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“La niñez y los puneños necesitaban aprender, educarse. Yo quería que el pueblo se supere para salir del subdesarrollo… Yo tenía que cumplir”, expresa Sara, viuda, de 59 años, evocando la ilusión del ayer que la llevó a la docencia y que la hizo quedarse en la isla.

Reyes, delgada y con una cabellera negra que los años aún no logran poner del color del algodón, lleva ejerciendo 33 años como profesora y cinco como directora. Hace tres años, la infraestructura, que inicialmente daba cabida a tres aulas, se reconstruyó de tres plantas y se asignaron más maestros.

Ahora son ocho profesores en total, todos naturales de la isla. La carga de trabajo se repartió de forma equitativa. “Con tres años básicos y a veces cuatro no se podía dar a cabalidad el proceso enseñanza-aprendizaje”, dice.

Se dan clases desde el grado inicial (3 y 4 años de edad) hasta séptimo de básica. Sara Reyes da a quinto, le tocó por sorteo; pero le gusta enseñar a segundo porque considera que es la base. “Es donde se aprende a leer”, explica.

La escuela

A más de 100 metros del muelle, justo frente al estero, un lugar donde la basura, el olor a productos descompuestos, es lo más notorio al llegar a la isla, está ubicada la escuela Cacique Tumbalá, que ahora alberga a 242 estudiantes, 27 de los cuales estudian en la tarde. Les sigue faltando espacio.

Hasta allí, tras ocho minutos de caminata desde su casa, llega Sara Reyes de lunes a viernes a dar clases de 07:00 a 13:00. También es la directora del plantel desde hace cinco años, directora con carga horaria, dice.

A sus 28 alumnos, de entre 8 y 9 años, quienes cariñosamente le dicen señorita, profe o profesora, les da clases de Matemáticas, Lenguaje, Ciencias Naturales, Estudios Sociales, Valores, Computación, Cultura Física, Cultura Estética, opcionales e Inglés.

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Como no hay profesores en esta última materia, se les enseña lo básico: los números, días de la semana, meses y estaciones del año. “Hacemos lo que podemos”, indica. Pero la hora favorita de los alumnos es el recreo. Salen al patio, corren, juegan, saltan, se divierten, descansa, lonchan.

A las 14:00 retornan los estudiantes para las horas extracurriculares. Como la directora no puede atender a los padres en la mañana porque da clases a sus alumnos, los recibe los viernes.

A un año de jubilarse, sabe que cuando ello llegue añorará la escuela y sus alumnos. Le gustaría que la recuerden como una buena docente, que ha sido comprensiva, que los ha querido y valorado.

Gallinazos por gaviotas

Mientras en el interior se educan y recrean los estudiantes, en los exteriores del plantel el olor desagradable que emana del estero y la presencia de gallinazos en el sector contrastan con el colorido de las gallinas y el ornato de varias calles de Barrio Lindo, donde está la escuela.

“La presencia de gallinazos se debe a que las playas están sucias porque la gente arroja los desechos al mar, a las playas. No cuidan. Las autoridades no actúan”, cuestiona Sara. Ella es feliz por su labor, pero reconoce que salir del subdesarrollo no ha podido ser posible.

“Hasta la actualidad no lo podemos hacer, porque no somos unidos. Aquí en Puná, las personas trabajan para sí mismos, para su propio bien, para su familia, pero no de forma mancomunada”, expresa.

Una forma de cambiar esta visión y la mentalidad de la gente es la educación de la niñez, asegura. Se les indica que deben ser grandes dirigentes para que de adultos luchen por la prosperidad y desarrollo de su pueblo; que cuiden el medio ambiente. Que cuando pesquen, a los peces pequeños los devuelvan al mar y no los dejen morir en la playa.

A los padres de familia también se les indica lo mismo. Se hacen asociaciones por año básico y se elige a la directiva del Comité central, pero en ellos no logran tener eco, agrega.

Los cambios

Entre el recuerdo de la emoción de su primer sueldo (1.000 sucres), las anécdotas de sus alumnos, uno de los cuales le regaló un barquito de papel para que viaje a Guayaquil y que le lleve los regalos de Navidad; y la promesa de otro de ser profesor, Sara Germania señala que “cuando una persona nace con una vocación de maestro le nace continuar hasta el final”.

Con el paso del sucre a la dolarización (2000), ese primer sueldo que recibió en 1980, cuando tenía a su hija de un año de nacida, y con el que no sabía ni qué hacer de tanta felicidad, quedó en el olvido. “Ya no fue lo mismo, hubo más control de los gastos”, indica la profesora.

La docente, próxima a jubilarse, destaca que a lo largo de sus años de labores los cambios en la educación, tanto en alumnos como padres de familia y maestros, han sido notorios, aunque con ellos también llegaron los problemas.

La tradicional “letra con sangre entra” ya no funciona. Ahora a los niños ya no se les puede castigar por no llevar los deberes o no dar las lecciones. Tampoco por los antivalores.

“A los niños les dan derechos, pero se olvidan de inculcarles que también tienen deberes y obligaciones”, dice la maestra, quien aclara que en la escuela se les enseña, pero que en la casa se olvidan de fomentarlo.

Otro problema es la falta de colaboración de los padres de familia. “Cuando yo reviso los deberes está la letra de un adulto. Me duele porque le hacen un mal al estudiante, cuando lo que se debe hacer es exigirle ser responsables”, indica.

Comparada esta con la situación de sus años de estudiante, reconoce que existe una gran diferencia. “Mi mamá me exigía hacer los deberes y escribir bien las letras, de lo contrario no podía salir de la casa para ir a jugar”.

Además, los chicos ya no son los de antes. Los adolescentes de 12 y 13 años ya no quieren estudiar, quieren casarse, afirma.

El magisterio también ha cambiado. Antes no se hacían las tareas extracurriculares. Ahora el docente ya no debe tener trabajos atrasados y hay que cumplir presentando la documentación que se solicita, agrega.

Visión

La cosecha de la chirimoya, papaya y ciruela, y la pesca son las actividades productivas que tiene la isla. “A las personas se les da el bono y se contentan con eso, son conformistas con lo que les dan, pero no prosperan”, agrega.

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Los pobladores han tenido que enfrentar problemas. Debido a la escasez de lluvias y a la ausencia de albarradas, la chirimoya no ha crecido mucho y hay poca producción; además, la pesca está escasa.

“Hay escasez de trabajo, hay más necesidades, no hay atractivo turístico. Lo que presentamos son las playas que están sucias, desarregladas, no hay buen ornato, no hay un museo”, indica Sara al hablar de Puná, una isla con historia y en donde cada casa tiene una pieza arqueológica.

Con la falta de trabajo y del agua también llegó la migración. En el recinto Cauchiche solo han quedado varios adultos mayores porque la población se ha ido hacia Posorja, parroquia rural de Guayaquil.

En la cabecera parroquial hay carros que solo avanzan hasta los recintos de Zapote y Aguas Piedras, porque no hay buenos caminos vecinales en el resto de la isla. Se abren los caminos, pero como no se asfalta con el invierno se convierten en lodo, explica la maestra Sara Reyes.

No hay transporte terrestre econonómico que lleve a los puneños por los 920 km de extensión que tiene la isla. Solo hay motos y carros de flete que cobran entre $ 15, $ 20 y $ 40, dependiendo del lugar a donde se desee trasladar.

Solo de Puná Vieja a Puná Nueva se hace una hora en bote. Por lo irregular del camino, en moto se toma hora y media, a un costo de $ 20. A Cauchiche, que implica un viaje de unas tres horas en moto, el valor del flete es de $ 40, y si se quiere ir a Campo Alegre, se paga otros $ 20, refiere.

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