El clásico no necesita apellido. Ni en Guayaquil ni en gran parte del Ecuador. El clásico, a secas, ha marcado la infancia de millones y, parafraseando al escritor español Javier Marías, devuelve cada semana la infancia a los futboleros.
En mi familia, el clásico protagoniza los recuerdos en común de la niñez de mi mamá barcelonista y mi tío emelecista. Prendidos a la radio para saber quién atormentaría a quién durante la semana con cánticos y burlas. El hermano menor de mi mamá, a los cinco años, era capaz de gritar “¡Barcelona, a la lona!” sin parar hasta verla deshacerse en lágrimas. Dos niños de Manabí peleando por dos equipos de Guayaquil. El cronista mexicano Juan Villoro dice que nuestra fidelidad más imperecedera en la vida debe ser con nuestra propia infancia. Y hay un consenso de que es en la infancia cuando se hace esa promesa de amor con el equipo de tu vida. Los niños barcelonistas no crecen para divorciarse de su camiseta amarilla. Nadie se separa del Emelec.
¿Y qué hago yo con mi infancia? El clásico fue para mí una música de fondo al crecer. El titular más grande de El Universo del día siguiente. Las peleas entre mis compañeras de escuela. La razón del malhumor –o del excesivo buen humor- de mis amigos los lunes. Mi madre, barcelonista discreta, nunca compró una camiseta amarilla para mí. Y mi papá, cubano aficionado al boxeo, no tenía idea de cuántos tipos salían a la cancha “para correr tras la pelotica”.
El clásico me golpeó al final de mi adolescencia, cuando comencé a ser periodista. Fue un domingo. En el Capwell. Por trabajo. En la época de los Extraterrestres. Me encanté con Emelec por la alegría de aquel equipo y por la energía de su hinchada. Contagiaba. Provocaba comenzar a saltar y a gritar junto a ellos. Por ese clásico aprendí lo que es un ‘off side’. Empecé a ver partidos. A entender el fútbol. A seguir los campeonatos. Pero sé que nunca entenderé, de verdad, el clásico. No es territorio de mi infancia. No marcó mi fidelidad para toda la vida. Un hincha de verdad tiene sólo un equipo. Yo no. Yo soy del Emelec. Y del Real Madrid, porque sí. Y del Benfica, porque vivo en Lisboa. Y del Flamengo, porque es el equipo de mi amor, un verdadero hincha que es incapaz de sentir simpatía por uno que no sea el rubronegro de su infancia.
Ya sesentones, mi madre y mi tío son hermanos que se adoran. Pero de vez en cuando uno lanza una puya al otro cuando el resultado del clásico favoreció a su equipo. Y a pesar de que el clásico es el vínculo más fuerte de su infancia en común, nunca han visto uno en directo. Ni mi madre ni su hermano menor han pisado el Modelo, el Monumental o el Capwell para asistir a un partido. Aún así, el clásico, el único, es su regreso a la infancia.
*Periodista guayaquileña radicada en Lisboa. Escribe para Etiqueta Negra y Gatopardo