La emoción de mis primeros clásicos del Astillero

Por Ricardo Vasconcellos Rosado

 

Los clásicos son la suprema emoción del fútbol, el sumun de la rivalidad de dos equipos que son, a la vez, protagonistas y antagonistas. No los puede inventar nadie, surgen del corazón de la hinchada. Su origen está a veces en una “pica” de barrio, como en el caso de Emelec y Barcelona, dos clubes nacidos en el Astillero, a lo que se añadió luego un ingrediente clasista. Emelec representaba el lujo de una sede con canchas deportivas y piscina propia, en tanto que Barcelona encarnaba el sueño popular del ascenso social y la fama, en medio de la humildad de un chalet de caña situado en Chile y Francisco de Marcos que alquilaba a la familia Vallarino, convertido en su primera sede social, donde se construyó un altillo con literas para que sirva de concentración de futbolistas y los beisbolistas panameños que llegaron en 1948 encabezados por el legendario Calazán Hernández.

La rivalidad no nació en el fútbol. Germinó en el boxeo cuando los barceloneses Carlos Sangster, Luis Traverso, Pedro Valdez, Ángel Sacarello se fajaban en los teatros y luego en el Coliseo Huancavilca con los “eléctricos” entre los que se contaban Rufo López, Manuel Guerra, Juan Orellana Junco, Diógenes Fernández. Luego fue en el béisbol cuando la tropa que encabezaba George Capwell se enfrentaba a la de Victoriano Arteaga. En el fútbol ambos clubes eran poco, pero crecieron lo suficiente hasta convertirse en los mejores a fines de los años 40.

Tenía diez años cuando mi padre me llevó a ver el primer clásico en el viejo estadio Capwell. Devoré los diarios para saber más de Pajarito Cantos, de Benítez, del Cholo Chuchuca, Guido Andrade; de Eladio Leiss, Chinche Rivero, de Balseca antes de que se convirtiera en el Loco, de Júpiter Miranda, el alero manabita que vivía en mi barrio. Dentro del estadio el ambiente era de fiesta. La general era predominantemente “canaria” y la tribuna de mayoría “eléctrica”. Había, eso sí, una gran diferencia con la estridencia y la fanfarria de hoy. El público estaba revuelto, un barcelonés al lado de un emelecista pero nadie se insultaba o se agredía. Predominaba la broma, la ocurrencia, alguna vez una discusión que no subía de tono. No había camisetas de los equipos, ni bombos, ni cornetas. Sólo la emoción de ver salir a ambos equipos, gritos de aliento, celebraciones emotivas por cada gol o cada jugada de calidad. La “bicicleta” del Pájaro Cantos provocaba una exclamación de asombro y el enrojecimiento de las palmas que aplaudían a rabiar, lo mismo que las “tijeras” de Chompi Enríquez o las salidas elegantes de Leiss.

Para el periodista argentino Alejandro Fabbri “el amor a un club llega de pequeño, por gravitación familiar, de los amigos de la zona donde uno vive. Difícil, casi imposible, era conseguir años atrás que los muchachos de un barrio se hicieran hinchas de un club lejano. Había más identificación barrial, menos movilidad social, y, sobre todo, menos búsqueda de triunfo como único espejo posible”. En mi niñez Guayaquil estaba dividido en dos barrios: el de Emelec y el de Barcelona. Y así vivimos los primeros clásicos del Astillero en el inicio de nuestra pasión futbolera. “El fútbol es un vehículo muy fuerte de identificación en nuestra sociedad y provoca más pasión en los chicos y adolescentes. Se mama desde chico en el proceso de socialización primaria, una etapa que marca a fuego todo lo que se aprende. Por eso la gente no cambia de club. En sociología, en broma, solemos decir que a la mujer uno la conoce después, en una socialización secundaria. Por eso es más fácil cambiar de mujer que de club” ha dicho el sociólogo argentino Alejandro Piscitella.

Al estadio íbamos más a disfrutar de las jugadas que a saltar y gritar sin pausa. Eso nos permitió dejar impresas en la memoria las cabriolas alocadas de Balseca y el marcaje firme de Luciano Macías en el duelo más famoso de los clásicos; las “palomitas” de Chuchuca, los quiebres del Flaco Raffo ante la custodia a veces brusca del Pibe Sánchez; los otros duelos famosos entre el Zambo Benítez y Pizauri, o entre Chalo Salcedo y Raúl Argüello, o el de Jaime Ubilla y Clímaco Cañarte; la competencia entre quien era mejor arquero entre Helinho y Mageregger. Mientras los barceloneses recuerdan al Quinteto de Oro que formaron Jiménez o el Mocho Rodríguez, Cantos, Chuchuca, Vargas y Andrade, o a Los Cinco Diablos: Salcedo, Cantos, Chuchuca, Simón Cañarte y Clímaco Canarte, los emelecistas evocan a la delantera del Ballet Azul de Balseca, Pinto, Raffo, Jorge Larraz y Miranda, o a la inigualable de Los Cinco Reyes Magos: Balseca, Bolaños, Raffo, Raymondi y el Pibe Ortega. Dudo que los chiquillos o los jóvenes de hoy puedan hacer lo mismo porque entre tanto grito, brinco y cornetazo no se puede ver las jugadas.

¿Qué es lo que más recuerdas de los clásicos? me han preguntado muchas veces. Y he respondido que la pasión de los tiempos del Capwell y del Modelo, cuando los jugadores nacionales y extranjeros sentían en el alma su camiseta. Si se trata de momentos especiales diría que la bajada del árbitro Leonardo Hidalgo de un helicóptero en 1956; el choque del Niño Jurado y Bomba Atómica Guzmán ese mismo año; el desvío que con las uñas hizo en los últimos minutos Cipriano Yulee ante una “palomita” de Chuchuca para evitar el gol y lograr la corona de 1956 para Emelec; un gol de Chalo Salcedo antes del pitazo final para una gran victoria y un cabezazo de Raffo que sentenció un clásico también antes de la conclusión del partido. Si me ponen a escoger una época, la mejor, para mí, fue la del viejo estadio George Capwell. Sin ninguna duda.