Era el minuto 89 y cinco letras, en esa instancia, se convierten en un terror gélido. Un horror que simula a un fusilamiento en el paredón: ¡Penal!
No lo estaba viendo. Pero era como si lo viera allí mismo, en la tribuna del Monumental. La narración de Petronio Salazar (¿o de Pepe Murillo?) en radio CRE te transportaba a la cancha. Y sin verlo, sabía que Hólger Quiñónez había llegado una vez más al área con su melena llena de churos y que por culpa de su cintura de saltimbanqui había sido derribado.
Estrellé la radio -un pequeño tocacasette portátil- contra el piso de mi cuarto de adolescente. Por la ventana entraba la carcajada burlona de mi vecino amigo de la infancia. Sonaba idéntica a la de cualquier villano de una película cuando sabe que tiene a la presa a segundos de aniquilarla.
Y lo único que pude hacer fue arrodillarme y pedir que ese fusilamiento, que ese tiro desde los 11 metros, no logre traspasar una línea blanca rodeada de tres postes.
A veces el Clásico del Astillero puede ser eso: manos heladas. Lágrimas, cuando el arquero de tu equipo hace la proeza de tapar ese penal en el último minuto. Ese disparo de Toninho Vieira que pudo haber cambiado no solo ese juego, sino toda una temporada.
En otros momentos el Clásico llega en forma de palpitaciones aceleradas. Desde la noche anterior o desde la mañana previa. En la noche, al acostarse con la idea de que “mañana es”, y en la mañana, al levantarse con el primer pensamiento de “hoy es”. Son latidos que aumentan a medida que llega la hora, o cuando pasan los minutos del partido.
También el Clásico es el recuerdo de la primera vez que fui a un estadio de fútbol. Es una de las herencias en vida de mi padre, el encaminarme a amar un equipo como se ama a los seres más preciados. Es ese recuerdo del viejo estadio Modelo y de la mezcla pacífica de hinchas de ambos equipos en una época en que la barbarie no obligaba a dividir a los miles de asistentes con cientos de policías.
Otras veces el Clásico es la imagen borrosa de aguantar horas en interminables filas. De lluvias brutales de febrero, de las que inundan a Guayaquil y obligan a retrasar un partido. Es, también, volverse coleccionista de retazos de historia, y de repente atesorar periódicos y revistas que se tornan amarillentos. Son pedazos de memoria que de tiempo en tiempo esparcen su polvo de nostalgia.
El Clásico del Astillero es mucho más que un partido de fútbol. Eso ya lo sabemos. Sus 90 minutos bien pueden ser una metáfora para retratar a los habitantes de Guayaquil o del Ecuador: apasionados, vehementes, intensos; a veces caóticos, otras veces agresivos.
Es una función deportiva, de teatro o de cine (como sus actores decidan que sea), cuyo boleto ha sido pasado de padre en padre, de madre en madre, durante siete décadas. Es un patrimonio del Ecuador. Y para mí, una herencia en vida.