Martes 12 de mayo del 2009
Exageración en uso de peluca
José M. Jalil Haas | Quito
Recientemente, el Presidente, en una magnífica exposición didáctica, explicó el origen del término “pelucón”.
Nos ubicó en una época de la Inglaterra tradicionalmente flemática, donde existía la costumbre según la cual una élite económica y políticamente influyente usaba pelucas, adornos que no eran accesibles al pueblo.
Decía nuestro Presidente que mientras más largas eran las pelucas, más poder pretendían demostrar sus portadores. Respecto al largo, no tengo certeza total de que así fuera, sin embargo, es verdad que el uso de pelucas era una forma de establecer distancias con aquellos que no las exhibían.
Cualquier ostentación es digna de rechazo.
El que presume, carece; aquel que más ostentación hace de riqueza o poder económico es porque carece de ello en la dimensión en que trata de demostrarlo.
En ocasiones la ostentación es inconsciente, y en muchas, muy consciente.
En los dos casos la ostentación demuestra carencia.
Lo contrario de la ostentación es la humildad, una de las virtudes que Cristo consideraba como demostración de humanismo y piedad cristiana. No se refería a la humildad que, algunos, en desconocimiento del mensaje del Maestro, asimilan como pobreza.
Resulta entonces que cualquier ostentación o demostración de poder económico o político se puede comparar al uso de las pelucas que servían para diferenciar a quienes la usaban del pueblo, que no podía adquirirlas. Ostentación de poder que se pone de manifiesto también cuando un gran señor con mucho dinero o mucho poder se rodea de guardaespaldas o guardias de seguridad; cuando hace ostentación de su paso por cualquier calle o lugar, apartando al resto del pueblo con sirenas o motocicletas; cuando, en uso de su poder, priva de la libertad a quienes a su paso muestran de cualquier manera su disconformidad con las actuaciones.
Esto es peluconería de la más rancia, pues al final del camino el uso de los medios exclusivamente económicos para mostrar diferencia no puso en la cárcel a nadie por mirar mal o por discrepar con quienes en una actitud anticristiana se hicieron sentir superiores, con pelucas reales o simbólicas.
La “peluca” que presta el poder es transitoria y los efectos del rechazo repercuten en los hijos de quienes de manera inapropiada hicieron uso exagerado de ella.