Son las 07:00 y decenas de padres de familia empiezan a bajar con sus hijos desde el cerro Santa Ana. Lo hacen desde el callejón El Bucanero (escalón 355) hasta el de Los Monjes (el 37). Presurosos, algunos revisan las mochilas para comprobar que llevan los cuadernos completos, antes de llegar a la unidad básica fiscal Abdón Calderón, donde la mayoría de infantes estudia.Una suave brisa acaricia el rostro de Francisco Pazmiño, quien siempre ha vivido en el cerro. Tiene 83 años y aún disfruta sentarse en el escalón 10 del cerro y distraerse con el paisaje del Guayaquil moderno y del diario trajinar de los cerreños. Él vive en el escalón 303 y diariamente baja a paso lento apoyándose en su bastón.
Una vez en la puerta del centro educativo, ubicado junto al cerro, los pequeños se despiden de sus padres e ingresan a sus respectivas aulas de clase.
Los adultos conversan un momento entre ellos. Grupos de 2 y 3 tres personas se forman en las afueras del plantel y luego de un lapso de entre diez y quince minutos, cada quien sube el cerro nuevamente para dirigirse a casa.
Cerca de las 08:00 el panorama cambia para don Pazmiño, como lo llaman los conocidos. Poco a poco empiezan a llegar jóvenes y adultos a realizar rutinas de ejercicios. Unos suben trotando, otros simplemente caminando y la mayoría llega hasta el escalón 123, donde se encuentra una pileta y a la derecha un mirador del que se observa un turbio y correntoso río Guayas, que contrasta con la denominación de manso.
“Yo cuando era joven subía y bajaba a toda carrera, esto era pura tierra nomás”, evoca Pazmiño con una sonrisa.
Del cerro antes llamado Cerrito Verde, donde se ubicó definitivamente a Guayaquil, Pazmiño tiene muchos recuerdos: los juegos del palo ensebado y de ensacados que se organizaban en las fiestas julianas y octubrinas.
Pero lo que más disfrutaba, dice, son los partidos de índor que se jugaban en las canchas donde vivían las familias Gómez y Calderón, justo en el escalón 384, sitio en el que está el museo El Fortín que tiene ocho cañones, una trinchera y otros instrumentos que se utilizaron en la defensa de la ciudad contra los piratas.
“Cuando la pelota se nos iba abajo, nosotros, desesperados, íbamos atrás”, comenta.
A las 11:00, en las escalinatas Diego Noboa y Arteta, se observa a pocos turistas tomándose fotografías en los callejones. Un intenso sol pega en el sitio, pero eso no impide el arribo de los visitantes hasta el faro. En tanto, personal de limpieza y áreas verdes realiza su trabajo animado con música que sale de los celulares.
Mauricio Calderón, quien vive en el escalón 385 con su esposa y seis hijos, sostiene que la falta de seguridad privada hasta hace una semana “ahuyentó” a locales y extranjeros. Pero él confía en que pronto se recuperará la confianza en el sitio, pues desde el sábado pasado guardias privados junto a policías y metropolitanos resguardan el cerro.
La falta de vigilancia se evidenció en los garabatos y dibujos obscenos plasmados en el interior y exterior del faro, manchas que fueron borradas con pintura de color blanco. En el área no regenerada del cerro la inseguridad es parte del día a día de los moradores.
Ya a las 12:30 madres y padres vuelven a bajar para retirar a sus niños de la Unidad Básica.
Tras el arribo de la gente a sus viviendas, el cerro vuelve a quedar en calma hasta las 18:00, cuando la música de los bares desde el escalón 10 al 355 se toma el lugar.
El jazz, la salsa, el reggaetón y la música electrónica son los ritmos más sonados. La oferta de bebidas, piqueos y alternativas como música en vivo y karaoke atraen al público de todas las edades.
Las 444 escalinatas se llenan de gente. Unas personas van hacia el faro con vasos de cerveza en la mano, antes de entrar en la diversión nocturna.
La luz giratoria que se proyecta sobre el río y la posibilidad de observar la urbe desde los 85 metros de altura del lugar enganchan a visitantes.
Mientras, en el callejón El Galeón la vida nocturna de los vecinos transcurre jugando bingo.